Mi primer acercamiento serio a Marillion fue con el disco Marbles.
Fue mi verdadero punto de inflexión con la banda, el momento en que dejé de verlos como “aquellos herederos del rock progresivo clásico” para rendirme, sin reservas, ante su genio musical. Cuando digo descubrimiento, no hablo de una mera escucha atenta: hablo de caer rendido, de sentir que algo se encendía dentro de mí, una conexión profunda con una obra que parecía hecha para ser vivida más que escuchada.
Aunque ya conocía parte de su catálogo, nada me había llegado tan hondo como Marbles. Este álbum es una experiencia total, una obra maestra brillante en tantos aspectos que cuesta saber por dónde empezar. Desde el primer acorde, te envuelve una melancolía serena, casi hipnótica, que te arrastra hacia un universo donde la belleza y la tristeza se confunden. La alternancia entre canciones cortas y piezas extensas crea una narrativa emocional fluida, un viaje interior donde cada tema parece revelar una parte diferente del alma.
Lo que más me impresionó fue el salto de calidad y madurez que muestra el grupo. Desde los tiempos con Fish, Marillion ha evolucionado de forma asombrosa: han pasado del dramatismo teatral de los ochenta a una introspección luminosa, más emocional que conceptual, más humana que épica. La guitarra de Steve Rothery, con su claridad cristalina y su lirismo apasionado, atraviesa el corazón de cada canción. Mark Kelly teje atmósferas de ensueño desde los teclados, mientras la voz de Steve Hogarth se convierte en el hilo conductor, vulnerable y poderosa a la vez, capaz de transmitir una gama infinita de emociones.
Marbles captura como pocos álbumes la esencia única de Marillion: ese equilibrio entre la técnica y la emoción, entre la precisión instrumental y la honestidad poética. Es un disco lleno de momentos memorables —“The Invisible Man”, “Ocean Cloud”, “Neverland”— donde la banda demuestra que el progresivo también puede ser íntimo, espiritual y profundamente conmovedor.
Y entre todas esas joyas, hoy quiero detenerme en una canción que, quizás por su aparente sencillez, brilla con una luz especial: “Genie”.
Su estructura melódica, casi pop, encierra un sentimentalismo embotellado, una dulzura melancólica que se despliega sin grandilocuencia, pero con una belleza desgarradora. “Genie” es como una pequeña confesión escondida en medio del océano sonoro del disco; una pausa, un respiro cargado de emociones contenidas.
En definitiva, Marbles no es solo un álbum: es una experiencia emocional completa, una obra que te transforma, que te hace mirar hacia dentro y recordar por qué amamos la música. Es uno de esos discos que te acompañan, que crecen contigo y que, cada vez que vuelves a escucharlo, revelan un nuevo matiz, una nueva herida o una nueva esperanza.
A día de hoy, sigo agradecido de haberme dejado arrastrar por Marbles. Porque a veces no elegimos los discos que nos marcan: ellos nos eligen a nosotros.


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