Después del impacto tan brutal que me supuso el lanzamiento de Thick as a Brick de Jethro Tull, esperaba con ansias el siguiente movimiento del grupo. Aún estaba fascinado por la forma en que Ian Anderson y su banda habían logrado doblegar las reglas del rock progresivo, entregando una obra tan compleja como magistral, casi imposible de encasillar. Era uno de esos discos que no solo se escuchan: se habitan.
Por eso, cuando me enteré de que el siguiente lanzamiento sería Living in the Past, sentí una mezcla de emoción y curiosidad. No se trataba de un álbum de estudio convencional, sino de un doble recopilatorio que reunía singles, caras B, rarezas y temas que hasta entonces solo los más devotos coleccionistas conocían. Una especie de caja de recuerdos musicales que mostraba el camino recorrido por la banda hasta ese momento.
El disco venía, además, en un estuche espectacular, acompañado por un cuadernillo lleno de más de 50 fotografías de la banda. Un verdadero objeto de culto. Más tarde, las reediciones en CD reducirían aquel despliegue a unas cuantas imágenes, pero el formato original era otra cosa: un tesoro visual y táctil, como si sostenerlo fuese ya parte de la experiencia sonora.
Un día, un compañero de clase llevó el disco al colegio. Recuerdo que en cuanto vi aquella portada, mis ojos se quedaron enganchados a ella. No tardamos en buscar un tocadiscos —en aquella época siempre había alguno escondido en algún aula— y darle al play. Y entonces, sin preámbulos, empezó a sonar el primer tema: “A Song for Jeffrey”.
No podía haber un comienzo mejor.
La flauta de Ian Anderson irrumpía con esa mezcla de delicadeza, energía y un punto de excentricidad tan suya. Cada golpe de aire, cada ataque, parecía contener una intención clara, casi teatral. Mientras la escuchaba, podía imaginarme perfectamente a Anderson en su ya clásica postura de cigüeña, una pierna apoyada sobre la otra, tocando la flauta como si invocara un conjuro. Luego entraba la voz, algo distante, como si viniera desde otra habitación o desde otra época. Y el impacto fue inmediato. Aquello era Jethro Tull en estado puro: rock, folk, blues, y esa magia indefinible que no se parece a nada ni a nadie.
“A Song for Jeffrey” se convirtió en cuestión de minutos en uno de mis temas favoritos. Tenía algo hipnótico, algo que parecía hablar directamente a mi imaginación. Cada nota me atrapaba, cada frase instrumental abría una puerta hacia un territorio nuevo. Escucharla por primera vez fue como descubrir un sendero escondido en un bosque que creías conocer de memoria.
A partir de ahí, Living in the Past dejó de ser solo un disco recopilatorio: se transformó en una especie de mapa emocional que recogía la esencia del grupo hasta aquel momento. Un retrato de su evolución, de su capacidad para experimentar sin perder su identidad, de su audacia para mezclarse con el folk británico, con el blues, con la música barroca, sin dejar nunca de sonar a ellos mismos.
Aquella primera escucha, allí, rodeado de amigos, quedó grabada en mi memoria como uno de esos momentos que la música convierte en instantes sagrados. Y por más que hayan pasado los años, cada vez que suena “A Song for Jeffrey” vuelvo sin remedio a ese día: al teclado polvoriento del tocadiscos, a las miradas cómplices, a la sensación de estar descubriendo un universo nuevo.
Porque detrás de “A Song for Jeffrey” había muchos más tesoros esperándome. Canciones como “Love Story”, o la propia “Living in the Past”, que terminarían de completar el asombro. Pero esas historias, esas primeras veces, me las reservo para otro día.
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