IRON BUTTERFLY – IN-A-GADDA-DA-VIDA
(del álbum In-A-Gadda-Da-Vida, 1968)
Escuchar "In-A-Gadda-Da-Vida" por primera vez es como abrir una puerta a otra dimensión. Una dimensión en la que el tiempo se diluye, los riffs se repiten como un mantra psicodélico y todo parece girar en torno a una atmósfera hipnótica. Para muchos, esta canción representa el nacimiento de algo que vendría después: el hard rock, el metal, incluso el rock progresivo. Pero para mí, fue algo más personal: una epifanía sonora.
Tenía curiosidad por ese tema mítico de diecisiete minutos que había leído en revistas y foros, esa especie de monstruo sonoro que, decían, marcó una época. Y sí, lo hizo. Pero lo que nadie me dijo es que también puede marcarte a ti si la escuchas con atención.
La intro con ese órgano ácido y ceremonial, el riff central que se te pega como si fuera un eco del subconsciente, el solo de batería larguísimo —tan criticado como amado—… todo en In-A-Gadda-Da-Vida tiene algo de ritual. No es una canción: es un trance. Un viaje que se toma sin moverse, como si cada compás te empujara a entrar más adentro de ti mismo, a perderte en el sonido.
Se dice que el título original era In the Garden of Eden, pero que el cantante Doug Ingle, completamente ebrio, no logró pronunciarlo bien… y nació esta frase casi mística, incomprensible, que quedó inmortalizada como parte del mito. Y eso me encanta. Porque Iron Butterfly no necesitó precisión: necesitó sensación. Y eso es justo lo que transmite esta canción: un sentir más que un entender.
Recuerdo que la primera vez que la escuché completa fue de noche, y la luz semi apagada. Y algo hizo clic. Me vi arrastrado por esa batería, por ese bajo tan marcado, por esa voz que parece cantar desde un lugar intermedio entre la tierra y otro plano. Fue una experiencia más que una escucha. Y desde entonces, In-A-Gadda-Da-Vida ocupa un lugar especial en mi memoria musical: no por ser técnicamente perfecta, sino por ser absolutamente inmersiva, única, irrepetible.
Hoy, décadas después de su lanzamiento, sigue siendo una de esas canciones que dividen opiniones, pero para quienes la sentimos de verdad, es como un tótem sonoro. Una locura psicodélica que solo podía nacer en ese final de los 60, y que sigue retumbando en algún rincón profundo del rock.
Iron Butterfly fue uno de esos grupos que llegaron al éxito con una canción, pero menudo pedazo de temazo: estuvimos todo un verano escuchando el temita. Nunca nos cansábamos. Lo poníamos una y otra vez, como si esa repetición infinita del riff nos conectara con algo más grande, más libre. Y quizás lo hacía.
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